Cualquier grupo de signos se va interpretando de diferente manera con el paso del tiempo.

Es una fantasía (una hermosa fantasía, en cualquier caso) pensar que leemos a Cervantes de la misma manera en que se lo leía en su tiempo. En algunos casos, la distancia entre la cultura de quien escribió un texto y la del que la lee es tan larga que hace casi imposible la lectura.

Sería muy ingenuo pensar que podemos leer una partitura de Bach y comprenderla de la misma manera que entendemos el diario de hoy, sobre todo teniendo en cuenta que nos toma cierto trabajo leer libros en nuestro propio idioma escritos en la época de Bach.

De ello se han ocupado, y muy bien, los músicos “historicistas”. También de desentramar un montón de equívocos, ya que mucha música nos ha llegado a través de reediciones de reediciones, “revisada” y “corregida” por maestros del siglo XIX o aún del XX. La existencia de tratados de la época que explican cómo pensaban que se debía tocar adecuadamente la música los grandes maestros del siglo XVIII y anteriores permite construir datos objetivos e innegables, y también es indiscutible que hoy en día han cambiado incluso los mismos instrumentos en los que tocamos (por ejemplo: la guitarra, mi instrumento, pasó por infinidad de versiones aún después de que se difundiera su versión de seis cuerdas simples durante el siglo XIX hasta llegar a lo que es hoy, en su construcción y en su técnica).

Pero, además del hecho de que los mismos signos podrían connotar cosas diferentes según la época, o se podrían interpretar de manera diferente, me gustaría aquí tratar de un tema que me parece más fundamental a la hora de acercarse a una partitura, sea escrita en el pasado o en el presente: el hecho de que muy pocas veces quien la escribe espera que el músico ejecute cada signo de la partitura con literalidad.

Y no estoy hablando aquí de la expresión de los sentimientos del ejecutante, sino de qué es lo que realmente está escrito en la partitura.

Esta frase puede sonar contradictoria, pero yo he llegado a la conclusión de que si se desea respetar lo que está escrito en una partitura, muchas veces es necesario hacer cosas que podrían verse como una modificación.

Me gustaría poner como ejemplo la práctica de los músicos de tango. Pocas partituras tienen menos signos que las partituras editoriales de los tangos. Por caso, la partitura de “El entrerriano”. Todas semicorcheas. Un buen músico tanguero no va a tocarlas iguales, porque sabe leer y sabe interpretar. Se podrá decir que el tanguero no está tocando lo que está escrito, pero yo no estoy tan seguro de que sea así.

Me tomaré la libertad de ilustrar este pensamiento con una anécdota personal: recuerdo a un violinista de mi pueblo al que yo solía visitar. Tocábamos en su casa y él me enseñaba tangos. Él leía perfectamente, pero su costumbre era tocar “de oído”, lo cual era todo un entrenamiento para mí. Cierta vez, me quiso enseñar el tango “Loca Bohemia”, de Francisco De Caro. Es un tango con una melodía bastante compleja. “Tito” (así se llamaba mi amigo, que tenía por aquel momento más de ochenta años), como muchos músicos “orejeros”, no tenía la habilidad de comenzar un tango por su segunda parte, ni qué decir a mitad de una frase. Por lo que, cada vez que me quería corregir algo que estaba tocando mal, para mostrarme cómo era la forma correcta, recomenzaba. A medida que íbamos avanzando en el tango, la cosa se ponía cada vez más espesa, porque para corregirme una sola nota en la mitad del tango, “Tito” tenía que volver a tocarlo desde el principio. Lo interesante es que, cada vez que tocaba, hacía pequeñas diferencias: alguna nota más larga o más corta, e incluso diferencias en la ornamentación (todo esto esto es práctica estándar en el Tango y en muchas músicas populares). A mí me tocaba tratar de discriminar (en una melodía tocada sin acompañamiento) qué parte era ornamentación y qué parte era el original. Cuando no lo hacía, “Tito” me decía “no, así no es” y recomenzaba… y volvía a tocarla con alguna diferencia. Cuando me agoté un poco, le señalé que estaba tocando de manera diferente cada vez, pero a él se le hizo imposible reconocer estas diferencias. Para él, una versión u otra del rubato (eso que los tangueros llamamos “fraseo”) o de la ornamentación significaban la misma cosa, y eso le hacía pensar que estaba tocando lo mismo. Casi como cuando trataba de aprender francés y, como no conocía las palabras, oía la misma palabra con diferente acentuación y creía estar escuchando dos palabras diferentes. Mi interlocutor, en ambos casos, tenía toda la razón en pensar que había repetido exactamente lo mismo.

Hoy en día, cuando estoy escribiendo un arreglo de un tango, muchas veces me detengo a pensar en cómo escribiré cada frase y “fraseo”. La ornamentación, por lo general, la escribo. En cambio, cuando se trata del rubato, no siempre.

Primero que nada, porque la escritura del rubato es imposible, ya que el mejor rubato es ese que no se puede escribir; y segundo, y creo que más importante, porque qué tipo de rubato se elige para cada pasaje es fundamental a la hora de construir una interpretación, pero es variable. Alguna de las posibilidades elegidas se van modificando (sutilmente algunas veces, y otras no tanto) con el tiempo y -si el arreglo es para mi quinteto, o para tocarlo yo como solista, es decir, si yo seré el que toque la partitura- pueden variar considerablemente sin que la esencia de la obra se modifique. La melodía de un tango sigue siendo la misma aunque se le apliquen diferentes “fraseos”. Y todavía no estoy considerando el hecho de que algunas partes en donde pienso tocar con cierto rigor métrico pueden ir decantando a partes más “fraseadas”.

Es decir, en general, la idea de escribir los “fraseos” (rubato escrito) me parece bastante poco útil, pues le quita mucho espacio a la interpretación. Pero eso no implica en lo absoluto que una partitura en donde los valores métricos están escritos como regulares se escriba deseando el resultado de una interpretación mecánica. Más bien, cuanto menos “sofisticada” es la escritura de la métrica es cuando más se requiere la participación del intérprete para la ejecución artística.

Hoy en día, una orquesta típica (así llamamos a los conjuntos de dos o más bandoneones, igual número de violines, piano, contrabajo y otros instrumentos, que ejecutan tangos, valses y milongas) trabaja el “fraseo” en filas y elabora (a partir de lo escrito, algo que no sucedía del todo antes de la década del 50, en donde todavía los arreglos se aprendían de memoria porque surgían del ensayo mismo) cada parte para que suene bien. Es decir, forman el “fraseo” durante el ensayo, y se aseguran de coincidir en él en cada grupo de instrumentos que tocan la misma melodía. Este tipo de acercamiento “creativo” a la partitura viene siendo casi solamente patrimonio de cierta música popular urbana, y se entiende generalmente que la lectura de una partitura de Eduardo Arolas implica un trabajo diferente que la lectura de una sonata o una sinfonía de Mozart. En esto, debo decir, discrepo totalmente. Una sinfonía de Mozart, sin dudas, también merece esa “orfebrería”, esa búsqueda artesanal de cada rubato en cada frase. Y ni que hablar de que sería indispensable hacerlo en músicas cuyo título mismo indica que son danzas, como los movimientos de la suite barroca. Considero que la idea de que la obra está terminada en su escritura y que el músico simplemente tiene que “ejecutar” los signos que allí se encuentran con la mayor precisión posible es bastante poco útil. Una muestra de ello es la confusión que lleva a pensar que ejecutar el ritmo correctamente supone respetar a rajatabla los valores métricos escritos en la partitura, algo de lo que me ocupé con mayor detalle en otro artículo.

La práctica en la época barroca se puede imaginar con cierto parecido a la del tango. La poca cantidad de signos incorporados a la partitura en la música de los siglos XVII y XVIII es llamativa, si se la mira con la óptica del siglo XX (con la que solemos mirar casi toda la música del pasado): no hay indicaciones de dinámica, hay pocas indicaciones de articulación, y rara vez hay indicaciones como crescendo, diminuendo, rallentando, allargando, smorzando, tenuto, etc. Esto movió a los intérpretes de la segunda mitad del siglo XX a tocar esa música con una gama llamativamente baja de recursos musicales, bajo el lema de la fidelidad al texto escrito. La importancia que da a la Idea (podríamos decir, hasta en el sentido platónico de la palabra) el barroco es tal que incluso los instrumentos en un ensamble se podían intercambiar sin que se considerara cambiada la idea del autor.

También las partituras de la época daban un espacio bastante generoso a la improvisación, mayormente a través de la ornamentación, pero a veces, también a la interpretación libre, como en las cadenzas de los conciertos, en donde el acompañamiento hacía silencio después de una armonía de dominante, y el solista improvisaba libremente la resolución hacia la tónica. Un ejemplo bastante extremo de esto es el segundo movimiento del concierto de Brandemburgo Nº 3 de Bach, que consta de solamente dos acordes, sub-dominante y luego dominante, sobre el que un solista puede improvisar libremente (siempre hay que dar las gracias a IMSLP.org por ese milagro de poder leerlo directamente de la pluma de su autor).

El clasicismo trae consigo el predominio de las cuerdas en la orquesta y el nacimiento del concepto de “orquestación”, es decir, que la combinación de instrumentos se incorpora a la obra como parte sustancial del discurso. Ya en el siglo XX, el concepto de que el instrumento o combinación de instrumentos que ejecutan una melodía es prácticamente más importante que la melodía en sí se hace patente en el Boléro de Ravel, en donde durante más de 15 minutos se repite un tema sin ninguna variación más que el instrumento (o combinación de instrumentos) que la ejecuta.

También la escritura misma de la partitura se va volviendo más estricta. Cito a Aguado en su primer Método para guitarra, de 1823: “De poco tiempo á esta parte, el género de música y el modo de escribirla han variado, y poco á poco se ha llegado á sentar en el papel lo mismo que se ejecuta (esto es, los sonidos espresados con su justo valor)”.

Aguado solo se refiere a las partituras para guitarra, pero, sin dudas, las partituras de todos los instrumentos iban volviéndose más “fijas”. La costumbre de ornamentar y aplicar el rubato se va haciendo cada vez menos habitual, incluso mal vista, y el intérprete comienza a depender absolutamente de que los signos de la partitura sean ubicados en función de ser leídos con la mayor literalidad posible. Pocos años más tarde, Chopin se quejaría en cartas a sus alumnos de que casi no podía encontrar quien tocara bien las Sonatas de Beethoven en todo París.

También la escritura de la articulación se vuelve más precisa, pero, probablemente, su ejecución se vuelve mucho más pobre. La escritura de Bach guarda más bien pocos signos de articulación. Que baste el fragmento del concierto de Brandemburgo citado más arriba: más allá de las (poquísimas) ligaduras, no se ve ningún otro signo sobre la partitura. Sería absurdo pensar que podría tocarse, por ejemplo, en un instrumento como el violín (con la infinita gama de articulaciones y matices sonoros y dinámicos que posee) sin recurrir, cuanto menos, a variedades de articulación. En la práctica musical del barroco, la articulación y la dinámica eran de una riqueza tal que cada intérprete podía operar sobre cada nota de la partitura de acuerdo a sus conocimientos, al igual que en el Tango, comprendiendo cómo se ajustaban esas operaciones al sentido musical de lo que estaba escrito. Esa riqueza excede con creces a los signos ( . ‘ – > ) cuyo uso codificó la teoría. La inclusión de esos signos y la enseñanza de las academias y los tratados de teoría musical durante el siglo XIX fue progresivamente dando lugar a la estandarización total de su uso. Para principios del siglo XX, cualquiera de esos signos tenía un significado unívoco.

También, a partir de Beethoven, las cadenzas de los conciertos para solista y orquesta se empiezan a escribir, lo cual significa varias cosas: que el compositor no quiere dejar librado al intérprete esa sección, o que no quiere dar espacio a la improvisación, o también que los intérpretes gradualmente iban perdiendo la habilidad de improvisar, e incluso, quizás también el público dejaba de ver esa habilidad como algo deseable en un intérprete. Es muy interesante además tener en cuenta que era habitual que para una o varias cadenzas se escribieran dos o incluso más versiones, quedando la elección por una u otra a decisión del intéprete, o también se editaran cadenzas para algún concierto de otro compositor. La cadenza comienza así su evolución hacia su rol como uno de los momentos más elaborados del concerto, exactamente al revés de su propósito original.

Ya en muchas obras de finales del siglo XIX puede considerarse que el trabajo del intéprete es simplemente el de ejecutar con la mayor precisión posible cada signo de la partitura, porque cada signo puede ejecutarse de una sola manera posible. Bueno, en realidad, es injusto decir “simplemente”, ya que, en la mayoría de los casos, esto no supone ninguna simpleza. En el siglo XX (más precisamente en 1949), Messiaen compondría el “Mode de valeurs et d’intensités” (Modo de valores e intensidades), en donde no solo la métrica, sino también la dinámica y la articulación (o cierto concepto muy reducido que quedó de ella después del siglo XIX), están establecidas en una gama de valores discretos y en donde cada valor debe ser ejecutado como alguno de esos “escalones” de la gama, ni más ni menos. En “Mode de valeurs et d’intensités”, a cada altura le corresponde uno y solo uno de esos escalones en cada valor. La mejor ejecución de esa partitura es aquella que refleje con la mayor precisión lo escrito en la partitura. La ejecución ideal de esta partitura, de gran dificultad para un ser humano, se puede lograr fácilmente con un disklavier Yamaha, un piano que cuenta con un mecanismo digital programable que puede accionar sus martillos.

El “Mode de valeurs et d’intensités” inspiró a muchos compositores, sobre todo al alumno de Messiaen Pierre Boulez, quien creó la técnica compositiva conocida como “serialismo integral”, una de las tendencias (a pesar de haber sido rápidamente abandonada por su propio autor) más utilizadas y recordadas de la vanguardia de la segunda mitad del siglo XX.

En todo este andar de los tiempos, los que hemos estudiado en academias hemos aprendido la idea de que la partitura es una representación fiel de aquello que debe sonar, algo así como una representación gráfica del sonido, concepto que -al menos en lo que concierne a la música popular escrita y a la música “clásica” anterior al siglo XX- considero fuertemente equivocado. La partitura está para comunicar la idea del compositor de la manera más esencial posible, es decir, separada de todo rasgo que es propio de la interpretación.

 

Doy un ejemplo con este video en el que Alfred Cortot interpreta en 1943 el Vals Op. 69 Nº 1 de Chopin. Gracias a ese sitio maravilloso que es IMSLP podemos cotejar la interpretación de Cortot con la edición original del vals.

Aun si no la tuviéramos, sería fácil identificar que los tres tiempos del acompañamiento de vals no duran lo mismo. Ya con la partitura a la vista, también podemos cotejar que varias notas que están escritas como eventos simultáneos suenan en momentos distintos (descoordinadas). Y en muchísimos lugares oímos notables diferencias con la métrica “escrita”. Por ejemplo: las corcheas del último tiempo de cada compás después de la primera doble barra (cuarto compás de la segunda página, que corresponden más o menos al minuto 00:31 del video), no duran lo mismo: la primera es bastante más corta, incluso dando la impresión de que la segunda corchea cayera sobre el tiempo. Un detalle llamativo: algunos compases más adelante (tercer sistema) la métrica está escrita diferente pese a que las alturas son las mismas que en los primeros compases después de la doble barra, y Cortot, en efecto, la ejecuta diferente, es decir, a su manera, intenta traducir los signos de la partitura; quiero decir que no está sometiendo despreocupadamente la música a su capricho.

Este modo de interpretar cayó en desuso y fue duramente criticado durante la segunda mitad del siglo XX. Se consideró que este enfoque se tomaba “demasiadas libertades” (juro haberlo oído con estas palabras) y no respetaba lo escrito en la partitura.

 

Quizá, en efecto, en algún momento del siglo XIX hubo “excesos”, pero, de ninguna manera, la solución pasaba por “planchar” la métrica, lo que, más que cumplir con el ritmo escrito en la partitura, lo destruye por completo (me explayé con más detalle sobre ese tema en el artículo “El ritmo y la métrica”, publicado hace unas semanas.

Los viejos músicos de tango comprendían muy bien que hay ciertas sutilezas que no se escriben, pero son parte inescindible de la obra. En este vals ejecutado por la orquesta de Francisco Canaro se podrá apreciar que el primer tiempo del compás es notablemente más largo que los otros dos. Pero este modo de ejecución no esexclusivo de las orquesta típicas. También lo podemos encontrar en orquestas sinfónicas cuando ejecutan valses vieneses. Aquí una ejecución de un vals del archiconocido Johann Strauss II dirigida por su nieto, Eduard Strauss II. Aún prestando poca atención se puede notar que el segundo tiempo del vals es más largo que el tercero.

Estos modos de ejecución son fundamentales para darle a la música el sabor de cada estilo y, quizá, su verdadero contenido. Y aunque está claro que es necesario conocer con cierta profundidad un estilo musical para tocarlo, no creo que esto se deba a que en la partitura no hay signos suficientes para expresarlos. Más bien son claros: si una partitura es de Tango, no es necesario aclarar nada más: quien sabe tocar tango sabe exactamente qué es lo que debe hacer.

En el párrafo anterior me referí al ritmo en general, pero hay muchas razones por las cuales es absolutamente necesario que las divisiones internas de la métrica (en un compás de vals en 3/4 serían las corcheas o valores menores) también sean de diferente duración a la escrita: la resonancia, la delimitación de las frases y de los niveles de jerarquía entre las notas, todos aspectos esenciales de una buena ejecución que son independientes incluso de la estilística. Elaborar una explicación completa sobre el tema escapa los límites propuestos para esta nota, pero traté de fundamentarlo lo mejor posible en otro artículo de este blog: “La subversión de las corcheas (funciones fundamentales de la desigualdad métrica)”. En ese artículo, citaba una frase de Chopin: “La mano derecha puede desviarse del compás, pero la mano acompañante ha de tocar con apego a él. Imaginemos un árbol con las ramas agitadas por el viento: el tronco es el compás inflexible, las hojas que se mueven son las inflexiones melódicas”. Efectivamente, muchos cultores de Chopin (incluido el propio Cortot, acaso) quedan afuera de esta definición.

 

Quien lo representa a la perfección es el gran clavecinista Gustav Leonhardt. En esta interpretación del Aria de las famosas Variaciones Goldberg de Bach se puede ver con qué grado de inflexibilidad se maneja la mano izquierda y con que libertad se mueve la melodía que toca la mano derecha, dando siempre la impresión de movimiento, generando cruces que refuerzan hermosamente la sensación de consonancia o disonancia de cada nota. El trabajo de edición del video (hecho por otro gran intérprete de teclados, Robert Hill) permite apreciar a qué grado la mano derecha trabaja muy cerca del tempo metronómico, al que rara veces se escapa la primera nota del compás.

Y esto se debe a que la partitura no es una descripción gráfica del sonido; más bien podría considerarse una notación ideográfica, que transmite una idea o un concepto. Quien no conoce ese concepto no podrá entender el signo. Así como quien no sabe que significa la notación de una redonda no podrá leer la métrica, quien no sabe que significa “vals vienés”, no podrá comprender el ritmo. Un ideograma es (según Wikipedia) “un símbolo gráfico que representa una idea o concepto, independientemente de cualquier lengua, o inclusive de cualquier palabra o frase”.

Y tratando de despegarme de toda especulación teórica: me resulta imposible pensar que el efecto que buscaba Chopin en los adornos (escritos en forma de “décimo-quintillo”) fuera el del sonido de una ametralladora. La manera en que cada intérprete encuentra una solución a ese problema (si bien tendrá que utilizar necesariamente la desigualdad métrica) es parte de su trabajo, pertenece al dominio del intérprete. Y hay infinitas posibilidades de poner en juego una idea. Por eso, la partitura contiene solamente la idea, el contenido musical (repito) abstraído de las variantes que (necesariamente) aportará la interpretación (es decir, la ejecución performática de la obra). En ese sentido el intérprete, lejos de “tomarse libertades”, cuando realiza esas “operaciones” sobre el texto escrito, simplemente está haciendo uso de su derecho y, quizá más aún, realizando el trabajo que le corresponde, ni más ni menos. Es decir, el intérprete, por contradictorio que sea, al modificar la partitura -y solo al hacerlo- está cumpliendo con ella.

Podríamos ver a la partitura en un sentido platónico: la partitura intenta representar la versión de la música del Mundo de las Ideas, en su estado más destilado. Pero en este mundo, esa idea necesita ser representada. Cada representación -de diferentes artistas, e incluso del mismo artista en diferentes momentos, de acuerdo a un sinfín de variables, como la respuesta de la sala, del instrumento, su propio estado de ánimo, etc.- será diferente, pero igual a las demás en un aspecto esencial. Eso es lo que transmite la partitura.

En ese sentido, la partitura le gana con creces a la oralidad (no en la transmisión de una cultura, pero sí de una obra musical), ya que, aun con el mejor de los “oídos” (si tal cosa existe), siempre procesamos lo escuchado de acuerdo a nuestros conocimientos, y muchas veces lo vamos modificando con el tiempo. Baste con pedirle a tres o cuatro personas que relaten lo que escucharon del discurso de un político pronunciado la semana pasada: todos lo escucharon perfectamente, pero cada uno narra cosas diferentes. De ahí que considere una muy mala idea que los músicos que se acercan al tango (y otras músicas populares) lo hagan leyendo las “desgrabaciones”, partituras creadas a partir de la escucha de alguna grabación antigua: es mucho más importante que el estudiante procese la grabación por sí mismo y, por otra parte, la partitura es ya de por sí, una abstracción (la abstracción, además, supone necesariamente una reducción de sentido) que alguien hizo de esa grabación, y no una representación de la idea original. Como diría Platón, son “sombras de una sombra”, pues ya la grabación es una representación (primera modificación) de una idea original en la cabeza del intérprete.

Al decir de mi amigo y compañero de grupo Leandro Medera: “La partitura siempre fue contenedora de la idea del compositor, pero el tipo de conocimiento musical necesario para decodificarla estaba en el saber de la época”.

Hasta aquí hablé solo de lo referente a la duración de los sonidos, pero otro tanto podría decirse de las alturas: desde el muy conocido vibrato (que a veces se usa sin criterio en cuanta nota exista, dando la sensación de un temblor), hasta la ornamentación, o incluso la misma variación de la melodía (un total y completo tabú en la música clásica hoy, si bien su práctica se enseñaba y recomendaba durante el barroco e incluso durante parte del siglo XIX). Aunque ejemplos hay miles, me gustaría recordar el del Gran Solo Op. 14 de Fernando Sor, que Aguado (su contemporáneo, amigo y admirador) reeditó con una nutrida ornamentación, cambios en la métrica, acordes transformados en arpegios, etc. Aguado deja aquí una muestra de gran valor sobre el rol que todavía mantenía el intérprete en la época de la publicación, el mismo año de su muerte, 1849.

También sería necesario pensar en cómo se llega a la altura de la nota, o cómo se puede unir una nota con otra a través de los portamentos, es decir, “arrastrar” la altura de una nota a otra. En un instrumento como el violín es de lo más natural, en la guitarra también, pero en instrumentos de teclado hace falta una gran sutileza para imitar ese efecto, que bien hecho es de notable belleza. Me resulta imposible imaginarme el canto sin portamentos bien hechos, algo que cada vez sucede menos. Los viejos cantantes tangueros eran realmente maestros del portamento, muchas veces, ornamentado, como en el principio de “Mi Buenos Aires querido” de Gardel, todo un monumento al buen gusto y la calidad de interpretación. En la música para guitarra del siglo XIX podemos encontrar varias versiones de portamentos escritos, o incluso de notas que se atacan desde un sonido más grave, glisando la mano izquierda hacia la nota real.

Tárrega y sus descendientes volvieron este recurso algo casi idiomático de su estilo, pero pueden encontrarse variedades realmente llamativas, como el final del estudio Nº 18 Op. 60 de Mateo Carcassi (creo que editado alrededor de 1836), en donde la nota de adorno es un acorde, cuya nota más aguda se glisa a través de más de la mitad del diapasón de la guitarra para llegar a la nota real. Me parece importante reflexionar sobre el hecho de que la falta de indicaciones como éstas en partituras anteriores al siglo XIX no debería llevarnos necesariamente a la conclusión de que no se practicaban previamente. Es más, debería considerarse lo contrario: su uso era tan difundido que no necesitaba escribirse, dejando al intérprete la libertad de hacerlo cuando lo deseara, y, posteriormente, su uso se volvió tan idiomático que requirió su escritura. Dejo un último ejemplo tanguero: Roberto Grela con su cuarteto, dando cátedra sobre “canto” en la guitarra (algo que se hace más difícil con la ejecución con plectro -“púa”).

 

Sobriamente, ornamenta la melodía en lugares claves; a veces destaca algunas notas de la melodía tocando acordes arpegiados, otras conecta las notas de un intervalo extenso a través de escalas (práctica habitual del barroco italiano), y también utiliza el recurso de llegar a la nota inicial de una frase “portando” la altura desde más abajo. Además de el hecho de que estoy citando a uno de los puntos más sobresalientes de la guitarra de tango, creo que este es un momento oportuno para recalcar lo valioso de conocer una tradición, que actúa siempre como guía del músico.

Yo siento que Chopin estaría contento de escuchar el resultado de la ejecución de una melodía completamente fluida a través de un “compás inflexible”. Es gratamente notable que un músico como Grela, sin ningún contacto con la práctica musical del siglo XVIII (ni ninguna práctica académica, pues fue un músico “intuitivo” que ni siquiera sabía leer partituras) casi cumpla a la perfección con el ideal de interpretación de aquella época, porque -me arriesgo- eso habla de que ciertos criterios estéticos no son fruto del azar y no responden absolutamente al relativismo cultural. En el artículo “Metafísica de las técnicas” me preguntaba por otros rasgos que hacen a la estética y la construcción de una técnica, que aparecen en común entre culturas y disciplinas muy poco relacionadas.

Similares consideraciones deberían caerle a la elección de la articulación y de la sincronicidad de las notas de un acorde. Hoy en día es un tabú tocar, por ejemplo, el primer acorde de la Sonata “Patética” de Beethoven de otra manera que con todas las notas a la vez. La práctica de la época, en cambio, posiblemente permitiera no solo el uso del “arpegiado” (algo que los guitarristas sí usamos con bastante libertad, al punto de convertirlo en un vicio, junto con el vibrato) desde la nota más grave a la más aguda, sino también combinaciones como medio-agudo, agudo, grave, medio-grave o muchas otras, que Chopin mismo describe en las cartas a sus alumnos, tal como se expone en el libro de J. J. Eigeldinger, “Chopin vu par ses élèves” (Chopin mirado desde sus alumnos).

A propósito de cómo ha cambiado nuestra vista de algunas partituras que son prácticamente fetiches de la música “clásica”, conviene recordar que la Sonata “Patética” todavía se editó en su época como una obra para piano o clavecín, al igual que todas las sonatas de los compositores anteriores a Beethoven (¡incluyendo, por supuesto, a Mozart!).

Me gustaría dejarle al lector la idea de que es necesario un acercamiento diferente a la lectura, eso que llamé una lectura “creativa” de las partituras, pero que, como hemos visto, en realidad corresponde rigurosamente a lo que está escrito.

Para cerrar este ya muy extenso racconto de problemáticas relativas a la lectura de una partitura, le doy la palabra a François Couperin (1668 – 1733), con algunas citas de su tratado “L’Art de toucher le clavecin” (El arte de tocar el clave), que pese a haberse editado en 1717, mantiene una inquietante actualidad (hágase un esfuerzo para tolerarme la mala traducción del francés antiguo): “Hay algunos defectos en nuestra manera [la de los franceses] de escribir la música, ¡defectos que también se ven en la manera de escribir el lenguaje! Es que escribimos diferente de como ejecutamos: eso causa que los extranjeros toquen nuestra música menos bien que nosotros. Por el contrario, los italianos escriben su música con los verdaderos valores que han pensado. […] Creo que confundimos la medida con eso que llamamos cadencia o movimiento. La medida define la cantidad y la igualdad de los tiempos y la cadencia es propiamente el espíritu, el alma que es necesario reunir. Las sonatas de los italianos no son susceptibles de esta cadencia […]. Consecuentemente, no habiendo al punto imaginable signos o caracteres para comunicar nuestras ideas particulares, intentamos remediarlo remarcando al comienzo de nuestras piezas con algunas palabras como tiernamente, vivamente, etc., que se acercan un poco a eso que quisiéramos hacer entender”.

Y esta frase que bien podría haber reemplazado todo este artículo:

“Así como hay una inmensa distancia entre la gramática y la declamación, también hay una infinitamente mayor entre la partitura y la buena ejecución […] por eso escribimos diferente de como tocamos”.


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